En algún tiempo destinado al fracaso pero muy oportuno para detallar, habitaban personas de espesa barba y grandes cinturones de cuero, con hebillas que aprisionaban el brillo del sol que aparecía en un pueblo dividido en minorías de personas ilustradas, cuyas manos eran sensibles para el fino trabajo y que también palidecían de indiferencia al observar que la gran mayoría de sus habitantes se encontraban en condiciones desfavorables, esos seres que en algún instante depositaron sus esperanzas en un frasco de promesas que los caballeros de trajes refinados recogían puerta a puerta con un gesto sonriente, ocultando sus intenciones detrás de la corbata roja o azul que particularmente siempre llevaban a sus encuentros sociales.
Por otra parte, la mayoría de los habitantes tenían la barba desaliñada, cargaban crucifijos de bronce, este elemento era el más valioso para ellos. Sus cinturones no eran más que dos cordones atados con la fuerza de unas manos que tenían más líneas en su andar, no eran tan sensibles al trabajo delicado, poseían la dificultad de pertenecer a una raza poco percibida en las grandes casas culturales, sobrellevaban una vida que poco les pertenecía, por ello era tan frecuente observar el destello en las pupilas de estos seres cuando un hombre de corbata marcada y zapatos lustrados le llevaba un trozo de carne , invitándolo a apoyar una causa desconocida pero que sería el sustento para no morir de hambre, con esta acción los habitantes de barba descuidada podrían alimentar esos deseos que convivían en el cuerpo de los hombres, que despertaban el impulso por destrozar esa carne que envolvía cada lugar de aquel pueblo relegado.
Era inevitable escapar al agradable aroma de la carne que los señores de corbata situaban en los doce parques que se localizaban inicialmente en este pueblo, la fragancia que segregaban se filtró fácilmente por todas las casas, traspasando esas puertas pintadas de límpido color por las costumbres recatadas que poco a poco se iban alejando del pueblo de los parques, combinando su marcha del destierro con las manchas de las gotas de sudor que pacientemente esperaban ser mordidas por los hombres de estómagos vacíos y barbas sedientas.
Acudieron a la cita sin oscilación alguna, estos hombres salieron de sus casas, caminando impacientemente, algunos corrían desesperados con sus pantalones caídos cuyo principal sostén era el de sus manos que sujetaban los harapos. Otros, tropezaban en cada acera pues habían olvidado sus anteojos por el afán de acudir a un encuentro de cuerpos sazonados por la ambición y la lujuria. La algarabía imperaba en esta villa calurosa, el atardecer esculpía uno de los pocos momentos en los que se observó el revoltijo de los hombres de espesa barba.
De repente, uno de los hombres que se encontraba en el parque El Parapeto observó que ninguno de sus vecinos llevaba en su pecho el crucifijo de bronce característico en cada individuo del pueblo, por ello el pánico se apoderó de él y empezó a vociferar entre las multitudes que la hora del juicio final había llegado, sacudía los hombros de los habitantes que se encontraba a su paso pero nadie le prestaba atención a excepción de un hombre que llevaba una sucia ruana entre sus manos. Él, escuchó atentamente el raudal de palabras que el hombre atareado pronunciaba. Al finalizar, la ruana quedó en el suelo y el único hombre que lo escuchó salió corriendo sin dejar vestigios en su andar.
Jaime Moscoso siguió su camino recorriendo senderos, en su rostro se evidenciaba la angustia que padecía, cuando arribó al parque La Catapulta, quedó sorprendido pues se encontró con similares acciones del parque que había dejado a su paso. Moscoso gritaba desmesuradamente pero nadie se atrevía a oírlo, el sonido de la música lo entorpecía todo, las personas estaban embriagadas ingiriendo masato en grandes totumas. En el espectáculo sobresalía un grupo de mujeres vestidas uniformemente con un traje ajustado de color carmesí combinando con sus atractivos labios. Ellas eran las encargadas de entregar la carne con la condición que todo hombre antes de engullirla debía entregar un voto a unos pocos señores de barba y corbata, después; lavar sus manos cuidadosamente para que no quedaran indicios de la condensada tinta que había salpicado los dedos de esos hombres.
Moscoso no logró percatar a nadie, tan solo un hombre elegante se le acercó y le ofreció una bebida poco conocida afirmando que ese líquido era consumido por los dioses y le ayudaría a mitigar ese amargo momento que atravesaba. Jaime, mirándolo fijamente aceptó dicha bebida y en pocos minutos empezó a olvidarse del desastre que había profesado. Combinándose entre la gente, con su pantalón orinado empezó a sonreír y caminar de lado a lado perdiendo el equilibrio de su cuerpo, se posó al frente de una casa de madera dejando que la bebida lo arrullara en profundos sueños, dos horas pasaron y dos señores de corbata y zapatos lustrados levantaron a Moscoso, uno de ellos, vigilaba minuciosamente a su alrededor con el fin de que no hubiesen espectadores a su paso para que en seguida pudiesen arrojar el cuerpo del charlatán en un profundo pozo. Así lo hicieron, teniendo la seguridad de que ningún otro hombre se enteraría de las revelaciones que este individuo llegó a pronunciar.
La madrugada con el paso de las horas dejaba a todos los hombres de barba intoxicados por la carne que habían consumado, eran visibles algunas marcas de sangre en sus vestidos gastados, también; el vómito hacía parte de este evento, se mezclaba con algunos trozos de carne podrida que se veían en cada esquina. La vida se había pringado en este pueblo, mares de orina, vómito y sangre fueron el banquete de carroña que había arribado al pueblo. Quedaron pocos hombres de barba y corbata presenciando este espectáculo de los doce parques de la res pública ocultando sus ojos detrás de unos lentes oscuros. Se alejaron silenciosamente ocultando su dicha, la sonrisa estaba reservada para futuros encuentros con los hombres barba descuidada.
Dos ojos quedaron expectantes, desde un abandonado tejado cubierto por cañizo un hombre se escapó de esta proliferación de jadeos, rasurando su barba con una navaja se limitaba a observar cómo los hombres eran devorados por grupos de buitres que punzaban su carne, los intestinos eran disputados por estos animales de enormes alas que no tardaron en multiplicarse.
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