viernes, 23 de diciembre de 2016

LA RES PÚBLICA

En algún tiempo destinado al fracaso pero  muy oportuno para  detallar, habitaban personas de espesa barba y grandes cinturones de cuero, con hebillas   que aprisionaban  el brillo del sol que aparecía en un pueblo  dividido  en minorías  de   personas ilustradas, cuyas  manos eran sensibles  para el fino trabajo  y que también palidecían  de indiferencia  al observar que la gran mayoría de sus habitantes se encontraban en condiciones desfavorables, esos seres que en algún instante  depositaron  sus esperanzas en un frasco  de promesas que los caballeros de trajes refinados recogían puerta a puerta con un gesto sonriente, ocultando sus intenciones detrás de la corbata roja o  azul que particularmente siempre llevaban a sus encuentros  sociales.

Por otra parte, la   mayoría de los habitantes tenían la barba desaliñada, cargaban crucifijos de bronce, este elemento era el más valioso para ellos.  Sus cinturones no eran más que dos cordones atados con la fuerza de unas manos que tenían más líneas en su andar, no eran tan sensibles al trabajo delicado, poseían la dificultad de pertenecer a una raza  poco percibida  en las grandes casas culturales, sobrellevaban una vida que poco les pertenecía, por ello era tan frecuente observar el destello  en las pupilas de estos seres cuando un hombre de corbata marcada y zapatos lustrados  le llevaba un trozo de carne , invitándolo a apoyar una causa desconocida pero que sería el sustento para no morir de hambre, con esta acción  los habitantes de barba descuidada podrían alimentar esos deseos que convivían en el cuerpo de los hombres,  que despertaban el impulso  por destrozar esa carne que envolvía cada lugar de aquel pueblo relegado.
Era inevitable   escapar al  agradable  aroma de  la  carne que los señores de corbata situaban en los  doce parques que se localizaban inicialmente en este pueblo, la fragancia que   segregaban   se  filtró fácilmente por  todas las casas, traspasando esas puertas pintadas de límpido color  por las costumbres recatadas que poco a poco se iban alejando del pueblo de los parques, combinando su marcha del destierro con las manchas de las gotas de sudor que pacientemente esperaban ser mordidas por los hombres de estómagos vacíos y barbas sedientas.
Acudieron a la cita sin oscilación alguna,  estos hombres salieron de sus casas, caminando impacientemente, algunos corrían desesperados con sus pantalones caídos  cuyo principal sostén era el de  sus manos que sujetaban  los harapos. Otros, tropezaban en cada acera pues habían olvidado sus anteojos por el afán de acudir a un encuentro de cuerpos sazonados por la ambición y la lujuria.  La algarabía imperaba en esta villa calurosa,  el atardecer esculpía uno de los pocos momentos en los que se observó el revoltijo  de los hombres de espesa barba.  

De repente, uno de los hombres que se encontraba en el parque El Parapeto  observó que ninguno de sus vecinos  llevaba en su pecho el crucifijo de bronce característico en cada individuo del pueblo,  por ello  el pánico se apoderó de él y empezó a vociferar entre las multitudes que la hora del juicio final había llegado, sacudía los hombros  de  los habitantes que se encontraba a su paso pero nadie le prestaba atención a excepción de un hombre que llevaba una sucia ruana entre sus manos. Él, escuchó atentamente el raudal de palabras que el hombre atareado pronunciaba. Al finalizar,  la ruana quedó en el suelo y el único hombre que lo escuchó salió corriendo sin dejar  vestigios en su andar.

Jaime Moscoso siguió su camino recorriendo  senderos, en su rostro se evidenciaba la angustia que padecía, cuando arribó al  parque La Catapulta,  quedó  sorprendido pues se encontró  con similares acciones del parque que había dejado a su paso.  Moscoso gritaba desmesuradamente pero nadie se atrevía a oírlo, el sonido de la música lo entorpecía todo, las personas estaban embriagadas ingiriendo masato en grandes totumas.  En el espectáculo sobresalía  un grupo de mujeres vestidas uniformemente con un traje ajustado de  color carmesí combinando con sus atractivos labios.  Ellas eran las encargadas  de entregar la carne con la  condición que todo hombre antes de engullirla  debía entregar un voto a unos pocos señores de barba y corbata,   después;  lavar sus  manos cuidadosamente para que no quedaran indicios de la condensada tinta que había salpicado los dedos de esos hombres.
Moscoso no logró  percatar a nadie, tan solo un hombre elegante se le acercó y le ofreció una bebida poco conocida afirmando que ese líquido era  consumido por los dioses y le ayudaría a mitigar ese amargo momento que atravesaba.  Jaime, mirándolo  fijamente aceptó dicha bebida y en pocos minutos empezó a olvidarse del desastre que había profesado. Combinándose  entre la gente, con su pantalón orinado empezó a sonreír y caminar de lado a lado perdiendo el equilibrio de su cuerpo, se posó al frente de una casa de madera dejando que la bebida lo arrullara en profundos sueños, dos horas pasaron y dos señores de corbata y zapatos lustrados levantaron a Moscoso, uno de ellos, vigilaba  minuciosamente a su alrededor con el fin de que no hubiesen espectadores a su paso para que en seguida pudiesen arrojar el cuerpo del charlatán en  un profundo pozo. Así lo hicieron,  teniendo  la seguridad de que ningún otro hombre se enteraría de las revelaciones que este individuo llegó a pronunciar.

La madrugada con el paso de las horas dejaba a todos los hombres de barba intoxicados por la carne que habían consumado, eran visibles algunas marcas de sangre en sus vestidos gastados, también; el vómito  hacía parte de este evento, se mezclaba con algunos trozos de carne podrida que se veían en cada esquina. La vida se había pringado en este pueblo, mares de orina, vómito y sangre fueron el banquete de carroña que había arribado al  pueblo.  Quedaron pocos hombres de barba y corbata presenciando este espectáculo de los doce parques de la res pública  ocultando sus ojos  detrás de unos lentes oscuros. Se alejaron silenciosamente ocultando su dicha,  la sonrisa estaba reservada para futuros encuentros con los hombres  barba descuidada.  
Dos ojos quedaron expectantes,  desde un abandonado tejado cubierto por cañizo un hombre se escapó de esta proliferación de jadeos, rasurando su barba con una navaja se limitaba a observar cómo los hombres eran devorados por grupos de buitres que punzaban su carne,  los intestinos eran disputados por estos animales de enormes alas que no tardaron en multiplicarse.




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